Por: Hakeem Torres
Foto por Laren Calderón
Show time. Eso es lo que seguía diciendo en mi mente mientras Paola conducía a Santurce. Íbamos de camino a una de mis primeras presentaciones oficiales como poeta, unos meses antes justo antes de la publicación de mi primer texto. Esta noche era una oportunidad para poner a prueba los poemas que estábamos supuestos a publicar.
Ya había hecho el recorrido de Hato Rey a Santurce miles de veces a lo largo de mi vida. De hecho, parte de mi niñez fue en Santurce, pero he vivido en muchos lugares gracias a ciertos juegos económicos. Eventualmente, mi familia paterna, se sembró en el Barrio Jurutungo en Hato Rey, un lugar relegado al abandono gubernamental. Donde ni siquiera los cuatrienios electorales promueven que los políticos anden en los callejones estrechos. Claro está porque el urbanismo y la gentrificación ha hecho que la comunidad se achique cada vez más. Mi abuelo de parte de padre, el único que me queda vivo iba a estar presente por primera vez en una de mis declamaciones. Me interesaba saber su opinión; nunca tuvo costumbre de visitar estos espacios cuando merodeaba en la Fernández Juncos. Prefería la salsa y los dominós que las galerías de artes y house music.
Recuerdo cómo Paola se reía mientras íbamos de camino a la galería. Que si “todo va a estar bien”, me decía, balanceando su cabeza lado a lado al son de la música. Ambos hemos trabajado en diferentes lugares en Santurce. Esta es nuestra ruta desde Hato Rey, aunque somos de Humacao. La carretera estaba oscura. Unos cuantos peatones poblaban las aceras que dejábamos atrás de camino a la galería. Recuerdo como solía dar pasos en ese mismo asfalto cuando estudiaba en la Lucchetti, cogiendo la AMA desde la Pda 35 a Sagrado Corazón, y luego de Sagrado Corazón a la Pda 18. Esa high era una escuela sin renombre de la que solo queda un cadáver en el medio de Condado, donde deambulantes se curan y se acuestan. Tal vez necesitamos menos espacios para el arte y más espacios para propuestas de vivienda. Marcos, un regalo que me ha dado el tiempo. Lo conocí en aquel plantel escolar abandonado. Sé que no se mete en espacios como estos, las "altivas" galerías, pero esa noche lo hizo por mí. Gabi, mi editora, también estaba presente. Creo que llevaba desde antes solicitándome una crónica. Quizás será esta. Ella siempre dice que hay que ocupar espacio y ahí estábamos. Recité poemas que en conjunto habíamos elaborado en las intimidades de nuestros hogares. Ahora oscilaban entre los oídos de los invitados.
Se escogió un lugar interesante para la presentación de poetas emergentes aquella noche: una galería de arte en Santurce. Una de muchas. Las galerías son solo uno de los tantos proyectos que se han anidado en las calles desoladas del barrio, vociferando la llegada de la gentrificación en los relieves santurcinos. Los cuerpos en el cuarto estaban rodeados por una serie de artefactos artísticos que intentaba aproximar a los espectadores al Caribe, a la negritud. Uno de los artefactos puesto en escena me marcó; un libro lleno de imágenes representativas de la contemporaneidad negra me hizo cuestionar mi rol como artista en un país donde el mestizaje se ha utilizado para whitewash lo negro. En un momento que estuve emocionado se lo llevé a mi padre porque pensé que le encantaría. Y, mientras miraba con curiosidad el libro, decía con su humor negro, “vamos a echarnos más para dentro del local pa’ que no piensen que nos los vamos a robar.” Estamos cerca a la puerta en ese momento. En cómo la narrativa de las tres razas invisibiliza el racismo sistemático en esta colonia, porque todo el mundo es negro hasta que le toca de un afroamericano turista que se queda en un Airbnb en Condado. Me hizo cuestionar cómo mis condiciones afectan mi escritura y mis comunidades. Me hizo cuestionar la necesidad de espacios dedicados al arte. Me encantan los museos. Muchos de mis amigos como yo se consideran artistas. Nos interesa ocupar espacios, pero me cuestiono qué tan merecido es nuestro afán.
La noche pasó sin interrupciones. Los sospechosos usuales hicieron su presencia: poemas de amor, poemas existenciales, poemas sobre Palestina y poemas sobre poemas. Cada uno de los poetas se paraba y usaba su voz para ocupar el espacio. La mayoría aplaudiendo como de costumbre para apoyar a nuestros colegas. Entre varios poemas me percato que mi abuelo no siempre aplaudía. ¿Qué tanto privilegio se necesita para ser poeta en este archipiélago? En esos momentos aún no había escrito mi poema Conga, pero semillas de esos versos se alojaron esa noche. Ahora lo veo.
Todo fluyó como de costumbre. Alegría era el aroma que permeaba la galería. Intercambio de palabras entre amigos y conocidos. Trueques de cumplidos se podían percibir ocurriendo entre poetas y espectadores. Esa noche faltaba uno de mis amigos que fue parte fundamental de mi libro. Un artista contemporáneo que siempre emplea un juego cuando estamos juntos en lugares públicos, pienso que es uno de sus favoritos y diría que es incluso una de sus mejores obras de artes. El juego consiste en contar cuántas personas negras hay en un espacio además de ti. Siempre pensé que era una práctica curiosa. Al menos puedo decir que, por diversas razones, él y yo compartimos la condición de madurar en espacios que son dominados por personas blancas siempre observados como el “otro”. Últimamente pienso mucho en ese juego. Ahora creo que esta condición es un síntoma de algún tipo de privilegio. Recuerdo cuando Santurce era dominicano y negro.
Foto por Laren Calderón
Luego de cuadrar el jangueo después de la lectura, me despedí de mi familia y algunos conocidos. Partimos hacia una barra que vende tragos muy caros, pero que lamentablemente me gustan. Pensaba entre cada sorbo [que cada uno era más costoso que el anterior] en la obra de arte que captó mi atención. Un libro que contenía cientos de imágenes de personas negras, creando un mapa visual de cómo se conecta la diáspora africana. Me incomodó la falta de caras puertorriqueñas entre aquellas páginas.
Creo que la razón por la que ese libro me tocó es porque sé que yo, como otros familiares míos, a lo largo de nuestras vidas hemos tratado de crear comunidades y plasmar nuestra existencia más allá del folclor puertorriqueño, además de las imágenes convenientes del misticismo negro, más allá de las alcapurrias y pastelillos de chapín en el finde semana. Una presencia que no dependa de un party trick navideño en el que sale la bomba y plena a pasear por dos semanas, como si eso simbolizara la muerte del racismo en Puerto Rico. Gabi también se percató de que mi abuelo casi no aplaudió en la noche de la lectura y me lo dejó saber cómo una observación curiosa.
Días más tardes me encontraba en casa de ese mismo abuelo. Compartimos entre sus sofás, frente a sus congas. Él, mi tío y yo. Entre el catching up necesario, los abrazos calurosos y pegajosos que salen en esta isla, el vellón que nos pegamos y la bendición, salió el tema de aquella noche en la galería. Cuando le pregunté sobre por qué a veces no aplaudía, me contestó con sobriedad que no lo hacía con malicia, que a veces no entendía el poema o, en el más sinceros de los casos, no lo movía: "Lo que importa es el sentir con el que se dicen las cosas".
Me hizo pensar que tal vez debería aplaudir menos, para ver si se tienen conversaciones entre los artistas. Diálogos que salgan de la honestidad, no solo de respeto ni por miedo a ofender. Luego vino el tema de la gentrificación. La instigué diciendo que la exhibición era sobre la negritud y no había casi personas afro en el lugar además de mi familia y yo.
“La realidad es que tú sabes que nos gustan to’as esas jodiendas de arte. Desde que toco conga era pa’ crear comunidad y pasarla bien, siempre todos estaban invitados. Lo que pasa es que la gente blanca prefiere confraternizar si es solo en sus términos”.
Por eso yo escribo, para crear un espacio donde gente como yo no tengan que vivir su negritud bajo los términos de otros. No necesito aplausos. Necesitamos más toses secas después de un trago amargo.
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