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Alter Ego

Por Bárbara Idalissee Abadía-Rexach



Visual por Génesis López Cruz
Visual por Génesis López Cruz


Tendría 5 o 6 años quizás. Papi estaba lavando su Toyota Corolla del ’79 en la marquesina. Abuela Gilia estaba sentada en el balcón. Un vecino que me doblaba la edad, del corrillo de amigos de mi hermano Germancito, caminaba por la calle con una bola de baloncesto. Yo me le quedé mirando embelesada. 


Abuela Gilia: ¡Mírala, tan chiquita y enamora’!  


Papi: [azotando la manga contra el cemento] ¡Ella está muy chiquita para tener novio!


No sé por cuántos años de mi niñez le tuve pánico a un querido primo de mi mamá. En las actividades familiares o en casa de mi abuela Prin y mi abuelo Millo, cuando lo veía llegar, comenzaba a llorar.


Fuche: ¿Qué le pasa a mi novia?, me preguntaba.


Después de hacerle muchos desaires a Fuche y avergonzar a mi madre y a mi padre, le conté a mi mamá porqué no quería verlo ni tenerlo cerca.


Mami: ¿Por qué lloras y te escondes cuando ves a Fuche? Él no te ha 

no ha hecho nada, mamita. Él se siente mal.


Idalissee: Él dice que yo soy su novia, y Papi me dijo que yo no puedo 

tener novio.


A partir de ese momento, Fuche, aliviado, dejó de decir que yo era su novia y comenzó a llamarme prima. Ya no volví a esconderme ni a llorar al verlo.


Estas y otras historias de mi infancia, seguramente, casi nadie en mi familia las sabe o las recuerda. Por años, les he escuchado describirme como una persona tímida. Yo me lo creí. Asumí mi timidez. 


Bueno, debo decir que, en algunas instancias, he retado a la Bárbara tímida. Desde escuela elemental, participaba en certámenes de poesía, oratoria y deletreo, ejercía liderato en directivas y clubes y me dedicaba a dar tutorías. Inclusive, salí en unas cuantas obras teatrales y disfrutaba ser maestra de ceremonias. 


No sé si ese liderazgo lo empecé a desarrollar cuando me asignaban a hacer la lista de conducta en la pizarra o cuando los niños de mi salón me pedían que fuera la “celestina” cuando estaban interesados en las nenas de la clase. En fin, era como la vieja confiable apenas siendo una niña. 


De hecho, ahora que lo pienso, ante los ojos de los demás, mi timidez se justificaba porque era una niña inteligente, muy madura para mi edad y parecía lógico que no encajara con el resto.


El único “reglazo” que me llevé, de Kínder a quinto, fue en tercer grado, en el salón de Miss Correa. Había un juego de “pásalo”. Lo que había que pasar, como una cadena, era un cantazo a otra persona de la fila. Cuando la maestra llegó de atender un asunto fuera del salón, como no estábamos con la cabeza contra el pupitre, se enojó. Empezó a preguntar quiénes habían estado jugando. Fue dándoles con la regla en la pierna a cada estudiante. A mí, la de la conducta intachable, me saltó. Yo, nerviosísima, pensé que me había salvado. Sin embargo, alguien me delató. ¡Bárbara también, Misi! Yo no quería que fueran las tres de la tarde. Me avergonzaba que la maestra le diera la queja a mi mamá. Dije que yo no estaba jugando, que solo me defendí porque me pegaron. Sé que no me creyeron, pero esas miradas de “eres una niña normal”, me hacían sentir miserable. Era como si yo misma me estuviera saboteando. Tenía que cumplir con el rol de ser la mejor portada, la calladita, la que no se despegaba de su mamá en la hora del almuerzo (¡Ay, se me activó la memoria gustativa! Esos envases con bistec encebollado y papas majadas con mantequilla y las chuletas fritas con yautía hervida y mojito de ajo por encima, entre otros manjares, les daban tres patadas a los menú del comedor escolar.) Ese paréntesis era justo y necesario. En fin, la que iba a la excursiones y fiestecitas acompañada de su madre, la que no iba a pijama parties en casas ajenas, la que no fue a los bailes de graduación ni al Prom Night… 


Infinitas veces escuché: “¡A ella, no le gusta eso!” En silencio, me preguntaba cómo podían definirme sin preguntarme.


Ya, para esos años de infancia y niñez, había escuchado hasta la saciedad el cuento de que la madrina que escogieron mi madre y mi padre para que me bautizara había desistido porque yo era negra. La gente no paraba de cuestionar mi vínculo consanguíneo con mis hermanos “trigueñitos de ojos verdes”. Mi abuela paterna criticaba las facciones de las personas negras y me decía que mi nariz era como la de Ruth Fernández y Rafael José, que debía ponerme un pinche de tender ropa para perfilármela. Tampoco me eran ajenos los comentarios de mis amiguitas de que yo era negra, pero buena e inteligente. 


Se me hacía imposible verme como una persona normal. Me frustraba que esos ojos que me veían como atractiva o como una “negrita de salón” eran los de gente adulta y no de los niños de mi edad. Esos ni volteaban a verme.


Así que la timidez era la aliada perfecta para lidiar con las experiencias que encaraba mi cuerpa negra.


Gran parte de mi vida, he estado batallando con ese estado emocional. La timidez me limita y dicta mis relaciones interpersonales. 


Para mucha gente, es comemierdería. Aseguran que soy una antipática. Se les hace difícil conectar una personalidad introvertida con la de una persona que escribe sin tapujos o que se atreve a expresarse a través de las ondas radiales, por ejemplo.


Y es que me ha tocado gestionarme procesos de descubrimiento de quién soy en realidad -sin que medie la descripción de un otro/a/e- y de autosanación a través de la escritura. Debo añadir que, aunque me tiemblen las piernas y se me acelere el ritmo cardíaco, a través de la oralidad en espacios académicos y comunitarios antirracistas y decoloniales, también, he retado la timidez.  


Siempre, tuve diarios. Hoy, colecciono libretas. Algunas las guardo con la intención de exhibirlas como adorno en un librero; en otras, encuentro pensamientos que no recordaba había escrito.


Aunque no sé dónde pueda estar el manuscrito del primer ensayo que me memoricé para participar en un certamen de oratoria, en noveno grado, no olvido de qué escribí y expuse oralmente en el teatro de la Escuela Intermedia Antonio Valero de Bernabé, de Fajardo. “El racismo de blancos a negros. Un discrimen social”, así lo titulé. 


Desde entonces, no he parado de escribir desde mi identidad más visible, la de ser una mujer negra. La escritura me permite denunciar, criticar y expresarme libremente. Sobre todo, la escritura ha sido mi vehículo para canalizar el duelo y las violencias raciales y sexistas que he experimentado.


¿Por qué escribo? Porque la escritura no me cuestiona ni me define.


¿Para qué escribo? Para sanar.


¿Para quién escribo? Principalmente, para mí. Porque hay que tener el cuero duro pa’ escribir pensando en quién te puede leer. 


En este ejercicio de escritura al que me convocó Letras Kaffres, me planteé la interrogante: “¿Qué es escribir?” Y después de meses de intentos incompletos, no tengo la menor duda de que es desprenderme de partes de mí, de aquellas memorias que consideraba superadas y que, hoy, explican como la niña que tendría 5 o 6 años quizás va alejándose de la culpa. Esta cuerpa negra está sanando… 


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