Por: Esther M. Andrade
Ilustración por Andrés Miró Lugo
Es la tercera entrevista de trabajo a la que va en los pasados cinco meses.
La preparación le sobra. Se graduó con honores de un bachillerato en psicología de la iupi, tiene una maestría en sociología con una concentración menor en mujer y género de Brown. Había sido invitada como panelista a varios conversatorios en distintas HBCUs y escrito un fracatán de ensayos sobre temas de diversidad y gentrificación para revistas internacionales. Sin contar la participación en un centenar de manifestaciones en contra del desplazamiento.
En su barrio le dicen el “tesoro de Los Frailes”. Es que Isabel es el último cartucho de esperanza que le queda a la comunidad de que una de las de allí sea “alguien”. Isabel es la más pequeña de su casa y de una generación de mujeres protectoras de sus tierras y que, sin tener la educación que Isabel, se fueron a las manos para proteger su pedacito de espacio con quienes intentaron arrebatárselos.
⎯Háganse de estudio pa’ que no nos quiten lo nuestro. Ya a machete na’ mas no se logra todo. Lo que aprendan tráiganlo pa’ la comunidad. Si ustedes crecen, crecemos todas. Miren que no les vamos a durar pa’ siempre ⎯decían las mayores con el pecho hinchado de ilusiones cuando se reunían con todas las niñas en el batey.
Se arregló bien temprano. Se puso una ropa interior audaz (matching panty y brasier, por eso de levantarse la confianza) y se perfumó con una fragancia fresca y amaderada. Se había comprado un suit de esos bien profesional y moderno de pantalón y gabán azul oscuro con rayas simples color gris que le acentuaban el efecto de aventurescencia en la piel. Zapatos cerrados moderados; ni muy altos, ni muy bajos. Pantallas pequeñas de diamantes, una sortija por mano, pulseras y collar diseñado por el mejor orfebre de cobre y el reloj. El pelo, ¿qué hacer con el pelo?
Isabel tiene el pelo abundante y bien oscuro. Su corona es de rizos en forma de Z, que en realidad no forman rizos. Parecen ser pesados debido a los ensortijados apretados, pero realmente es bastante frágil.
Se miró en el rectángulo de las verdades, cogió el grinche, comenzó a peinarse el pelo lo más abundante que pudo. Complacida de cómo se veía, se untó un poco de brillo en los labios y le lanzó un beso a su reflejo.
La entrevista era en Hato Rey. Para este trabajo en específico, había decidido no cambiar la dirección residencial y mucho menos modificar su pelo. La comunidad de Los Frailes queda en Piñones, casi llegando al puente de Loíza, lo que antes era El Ancón. Un pequeño letrero en metal oxidado por el salitre y sostenido por un madero maltrecho, leía con dificultad el nombre de la comunidad. Por la experiencia de entrevistas anteriores, luego de que se le quedaran observando con indiferencia el cabello castigado en un moño, le preguntaban, casi con pena, si aún residía en Piñones. Una vez respondía en afirmativo, automáticamente descartaban su solicitud.
Cuando Isabel iba a comenzar la escuela superior, sus padres decidieron mudarse a Río Piedras para que tuviera mejor oportunidad, pero Isabel siempre escribía la dirección de Los Frailes.
⎯Es que el coco nunca cae lejos de la palma. ¿Para qué nos mudamos para acá? Sácale provecho y pon la de aquí ⎯era la cantaleta habitual de sus padres, pero ella hacía caso omiso.
Se despidió primero de su padre, a quien los ojos brillosos y sonrientes delataron lo orgulloso que estaba; y luego de su madre, quien admiró su outfit y su nutrida corona seguido por la bendición y la señal de la cruz.
Se montó en el carro, lo encendió, prendió el acondicionador de aire en HI, se miró en el espejo retrovisor y se dijo: “Hoy es que es”. Con esa afirmación condujo hacia su destino.
Mientras transitaba por la avenida de los imponentes edificios, jugaba con uno de los rizos de su abundante melena. Observaba y trataba de encajar en aquel espacio donde muy pocas lucían como ella.
De repente se imaginó recorriendo la carretera estrecha y curvilínea que la llevaba a Los Frailes. A un lado la vegetación densa, con árboles de uvas playeras, almendros y pinos; al otro, la masa salada del mar le hacía reverencia en la arena.
Bajó la ventana y rememoró la brisa acompañada por el salitre que en aquella ruta le solía acariciar el rostro, que le abría los ojos, que le susurraba al oído, que se le adentraba en su pelo de nudos ensortijados, que le abrazaba su piel de coral negro y que le apretaba en la mano el machete de Adolfina.
⎯Buenas tardes. Mi nombre es Isabel Villanueva. Vengo para una entrevista.
Una mujer como calcada del mismo plano que Isabel, con una sonrisa de dientes inmaculados y resplandecientes asintió en señal de reconocer su presencia. Al mismo tiempo la escoltó por un pasillo largo hacia una oficina.
Y como en el batey, pero en una amplia mesa, la recibieron otras como la primera, unas más imponentes y ancestrales que otras, pero idénticas a la que vio en el espejo de su casa y en el retrovisor del carro.
La mayor se levantó y dijo:
⎯Te esperábamos.
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